Hay recuerdos que algunos se empeñan en borrar de la faz de la tierra, de la mente de sus dueños y de la mente de los descendientes de sus dueños. Si el ser humano es capaz de ser cruel y de destruir vida y belleza, los que somos testigos no podemos olvidarlo.
Llevo una temporada en que determinadas muescas de las tapias de los cementerios me parecen más que muescas. En que la placa que hay cerca de casa que anuncia dónde escribió Miguel Hernández “Las nanas de la cebolla”, o la que informa que justo encima de la librería donde el jueves estuve comprando vivió Lorca los años justamente antes de ser asesinado, me resultan más que anuncios adosados a la pared.
Está despertando en mí una cierta conciencia emocional, que va más allá de los datos históricos. “Las trece rosas”, la película dirigida por Emilio Martínez-Lázaro, sin haberme convencido desde el punto de vista cinematográfico (y mucho menos la mayoría de las jóvenes actrices), me ha trasladado, gracias a la magnífica interpretación de Pilar López de Ayala, directamente al sufrimiento de los que lo perdieron todo o casi todo hace ya casi 70 años. Aconsejo leer la carta que escribió Blanca Brisac, la persona a la que esta actriz interpreta y que cierra la película, publicada en la
web oficial. Las palabras nos retrotraen al sufrimiento extremo de aquel a quien su compromiso con la coherencia ha significado la condena a muerte. Difícil de comprender para los que hemos crecido en la sociedad del bienestar lo que implica sufrir en primera persona la represión de un régimen dictatorial.
Y son tantos que perdieron la vida o la dignidad y no han tenido homenajes ni canonizaciones, ni sus nombres han estado escritos en los muros de las iglesias y cuyo recuerdo fue brutalmente silenciado a través del miedo. Devolverles la dignidad arrebatada a ellos y a sus familias es un deber moral de todos y afortunadamente se están dando pasos. Es lo menos que podemos hacer por quienes contribuyeron a construir buena parte de las raíces de las libertades que hoy disfrutamos.
Me conmovió el relato del hijo de una víctima que gracias a un terapeuta que le facilitó una asociación pudo llorar a su padre después de décadas. Como ésta, muchas heridas aparentemente cerradas no lo estaban. Las lágrimas de todos nosotros, al destapar y reconstruir este sufrimiento negado y arrinconado, van a contribuir a cerrar y asumir algo que necesitamos alojar en un rincón sagrado de nuestra alma. Y a completar las lagunas de nuestra historia.
Pero no sólo pienso y siento el dolor que acompaña nuestro pasado más reciente. Me reconciliaré conmigo mismo y con mi condición humana cuando termine de integrar tantos crímenes y genocidios que articulan la historia universal. Con la ayuda de escritores como Muñoz Molina a través de su novela “Sefarad”, o directores de cine como Isabel Coixet con “La vida secreta de las palabras” (por citar algunos), voy adentrándome en ese rincón oscuro y descubriendo la punta del iceberg de las guerras fraticidas (todas lo son) y lo que supone la destrucción de aquel que controla las materias primas, o simplemente es el vecino o el cónyuge o el diferente o el chivo expiatorio.
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