lunes, 30 de junio de 2008

Aleksandra




Galina Vishnevskaya, doblemente famosa como soprano y como pareja del afamado Rostroprovich, protagoniza Aleksandra, una honda instantánea de la Chechenia apaleada por el estado ruso, que a su vez va más allá de una búsqueda de culpables o de una mera denuncia. La mirada profundamente humana del director, Aleksander Sokurov, a través de los ojos de la inmensa Vishnevskaya, nos muestra las personas que hay a cada lado del conflicto independientemente de su condición de soldados ocupantes o ciudadanos sin derechos. Galina o Aleksandra contempla desde la serenidad y donde otros verían huestes desalmadas ella ve jóvenes perdidos, casi niños. Donde otros verían comerciantes ella ve madres solidarias buscando el sustento para la supervivencia. No hay idealización, asistimos a la mirada de una mujer y abuela que ha vivido y que no tiene miedo a la hora de adentrarse en campo enemigo y conversar, una mujer que a pesar de haber sido educada en una ideología es capaz de observar y de preguntar. Hay sentimientos y hay palabras en mitad del imperio de la violencia. El personaje me recordó a mi madre, cuando sin una aparente conciencia social, se conmueve ante las imágenes de los inmigrantes norte y centroafricanos llegando en pateras a nuestras costas exhaustos y con la deportación pendiente de un hilo. Me recordó a otras madres cuyos sentimientos de madres les permiten despojarse de las vestiduras de la educación e ideología heredadas y están dispuestas a abrirse a otras opciones. Me recordó a las personas, pocas pero grandes y necesarias, que no ceden a la rabia y son capaces de seguir creyendo en el diálogo y de mantener la esperanza en mitad de la desolación.
La película es dura por el ritmo y el contexto en el que transcurre y en que se rodó, arriesgando seguridad para convivir actores y personajes diariamente con el miedo, la ira y la violencia. Sin embargo no muestra abiertamente esta violencia (ya la vemos todos cada día en los telediarios) y la devastación sólo aparece como decorado sin morbo ni ensañamiento. Son seres enredados en las dinámicas enfermas de la historia que se repiten, las que existen, las que existieron, las que existirán. Se trata de un relato universal que deja entreabierta la puerta a la esperanza. Al final, Aleksandra se marcha del campamento checheno (y que igual podía estar localizado en Irak, Palestina, Sahara, la selva colombiana o en un centro de inmigrantes en Melilla) e invita a visitarla a una vendedora de un mercado checheno que no quiso cobrarle y que le dio cobijo en su propia casa cuando se sintió mal. “Venga de verdad... así hablaremos... tengo muchas preguntas que hacerle”, le deja dicho.

Enlace a la crítica de R. Piorno

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viernes, 27 de junio de 2008

verde intenso en las aceras



Inmersos por fin en el verano, las hojas de los árboles protegen las aceras con un verde intenso y el cansancio acumulado desde el otoño se nota más que nunca al caminar por la vida. Desencuentros donde la calidez es lo esperable, como una cremallera que no cierra bien se nos escapa el cariño por las grietas. Como sólo es posible marchar hacia delante, avanzamos perdidos con el viento soplando en contra e inmersos en un humo negro por ratos irrespirable. Arriba y abajo pero siempre lejos del equilibrio. Me acerco me acerco me acerco y te alejas. Atracción rechazo atracción rechazo. Un paso alante y dos atrás. Abrazos y gritos. Confusión. Tu ausencia conduce mis pasos hacia la nada. Al final de cada encuentro, un semáforo en ámbar. Caída libre en medio de un sueño de final incierto. Una parte de mí se niega a instalarse en el abismo.

domingo, 8 de junio de 2008

Amor-Deseo (II)


Esa noche parecía que nunca iba a acabar. Yo no me soltaba de los brazos de Gerard más que para volver a ellos, como un nadador que sale del agua y vuelve a zambullirse sin cesar. Descubrí el océano de sus caricias, la creciente marejadilla del placer, las oscuras profundidades del descanso; detuvimos el tiempo en el espacio de una noche; nos amamos como si fuera demasiado tarde, aunque es algo propio del amor hacer constantemente gestos finales. A mi condición de hombre le faltaba un lenguaje más grande que el de las palabras y el de las caricias.
Eric Jourdan, Los ángeles caídos.


Sobrecogido todavía tras acabar la lectura de esta obra imprescindible, desconocida para mí hasta hace una semana, me ha quedado un nudo en el pecho tras pasar la última página. Esta historia que lleva la pasión hasta sus últimas consecuencias, explora los límites de ese amor que se aloja más allá de lo razonable y lo racional, ese amor digamos “puro” de los 17 años que no responde a ninguna explicación y no necesita a nada ni a nadie más que al ser amado. El concepto radical de amor de su autor y la absoluta libertad con lo que lo concibe más allá de la moral y las convenciones sorprenden y provocan aún hoy día, y cuesta concebir cómo pudo ser escrita esta historia en los años cincuenta. Las flechas que dispara a lo largo de los capítulos que guardan los relatos de sus dos protagonistas apuntan directamente a ese lugar en nuestro interior donde residen las pasiones, los deseos inconfesables, el amor con mayúsculas, el que esclaviza y el que libera, el que enajena y el que enriquece, el que nos destruye y el que nos despierta, el que nos hace sentir vivos y nos sacude, el que hoy nos muestra nuestro verdadero yo y nos hace ser más nosotros mismos y mañana nos convierte en desconocidos ante nosotros mismos. Esa fuerza que creemos controlada pero que despierta cuando menos lo esperábamos es parte de nuestra naturaleza y también de nuestra cultura, esa fuerza se oculta o se muestra en cada uno de nosotros nosotros, y más nos vale estar a bien con ella.

Fotografía: Herbert List
Enlace a reseña de "Los ángeles caídos" (ver página 24)

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viernes, 6 de junio de 2008

Amor-Deseo



Una voz me susurraba: “Abrázale”. Aunque seguía durmiendo, gimió, abrió los brazos con los ojos cerrados y, sin saber lo que hacía, me atrajo hacia él, haciéndome caer, y me abrazó con todas sus fuerzas. Un mohín deformaba sus labios. Estaba encima de él, pero su respiración, su calor y su aliento eran míos. El misterio de un cuerpo que tienes entre tus brazos me pareció sencillo y terrible a la vez: ¿a quién pertenece? El sueño que lo aleja de la tierra se lo lleva a parajes desconocidos, su soledad es un pequeño destello de la muerte.
(...)
Se movía sin cesar, frotando la cadera contra la palma de mi mano, que no dejaba de disfrutar de la suavidad de aquella piel que se resistía a la mía y que al mismo tiempo deseaba ser poseída o, mejor dicho, que deseaba ser mordida, o incluso más: deseaba recibir el golpe que rompería con su dominio la orgullosa belleza de un cuerpo que albergaba todas las formas del deseo, del tacto y de la vista. Y la posesión última, la idea de entrar en un cuerpo, no significaba sino la impotencia por no ser el otro. No quería tan sólo penetrar en él, sino devorarlo en su totalidad; apoderarme de él, estar en su piel, no cambiaba nada cuando reanudábamos la infinitud de nuestras caricias.

Eric Jourdan, “Los ángeles caídos” (1955)



Jourdan ha funcionado como un espejo que ha iluminado deseos ocultos, pasiones desenfocadas, sentimientos no dormidos pero sí desapercibidos como consecuencia de la cotidianeidad que lo tiñe todo de una capa de polvo, desenfoca el cuadro y nos hace perder la perspectiva. Como un arma, disparó sobre mí y las palabras fluyeron.

El amor está ahí al fondo de todo lo demás. Está en la muerte del sueño y en el renacer de los buenos días. Le da sentido a todo y es el sentido. Desencadena tormentas y dibuja arco iris, me roza con su terciopelo y sus espinas. Es.
El tiempo es un caballo que cabalga y amenaza con tornar todo en gris y sepia. Contigo soy más veloz, a veces me detengo, pero siempre un resorte profundo que no llego a comprender me reactiva, me renueva, ilumina ángulos en penumbra y tras ese instante detenido, recupero el pulso de la vida y adelanto al equino corriendo, veloz, hacia el futuro.

Fotografía: Herbert List

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