Soledades
Todos llevamos una historia con nosotros. Una historia de abrazos y de soledades. Son los abrazos que nos dieron. O los que no nos dieron. A veces esa historia encuentra la forma de un depósito de afectos que nos conmueve al removerlo. Para otros es un gran vacío. Para algunos un infierno que a duras penas se atreven a recordar. La sobrecogedora historia descrita en el reportaje Huérfanos de la barbarie nazi publicado en El País, y que me ha descubierto Vulcano, nos abre la puerta a los abismos junto a los que transitan tantas víctimas de guerras y tragedias. El choque entre las imágenes de los niños sobreprotegidos y sobrados de anoche en televisión embaucados por la promesa de un triunfo vacío y frívolo es brutal al contrastarlo con las escenas que José Luis Barbería perfila en su artículo. Son unos cuantos trazos de vidas desgajadas reiteradamente de sus sucesivas raíces. Algunos de ellos no son capaces de confesar lo que vivieron. Otros encontraron a los que creen sus progenitores y entonces son estos los que no se atreven a confesar. El desarraigo debe producir una profunda sensación de soledad. Como matojos a merced del viento estos niños rodaron por el mundo hasta encontrar su lugar. Sorprenden las personas altruistas que pensaron en ellos cuando serlo no estaba de moda y considerando los riesgos más que elevados que corrieron. Cuántas historias y cuánto dolor permanecerán sepultadas todavía. Cuántos seres humanos morirán con la conciencia de las crueldades inflingidas, las muertes innecesarias, los hijos arrancados, la dignidad perdida. Recuperar la memoria es necesario para devolver esa dignidad a quiénes se la arrebataron. Reescribir esas historias truncadas es poner orden en las conciencias y recolocar a cada cual en el lugar que le corresponde.