viernes, 13 de octubre de 2006

CUÁNTO GANÉ, CUÁNTO PERDÍ (II)


De profesión cuentacuentos

De profesión cuentacuentos. Al menos así reparé en ella por primera vez, cuando completaba su ficha de voluntaria de la asociación, antes de ser diagnosticada y pasar de su condición de socia a la de usuaria. De esas personas que parece que van a vivir para siempre. Toda entusiasmo. Su hogar en un oasis decimonónico rodeado de palmeras, olivos y naranjos. Un vergel en medio del desierto, caserón de techos altos bajo un sol que llenaba todo de una luz excesiva, para salir a recibirme usaba gafas oscuras y a veces incluso paraguas a modo de sombrilla con el fin de retrasar la aparición de las arrugas, esas que son la huella que deja el gesto repetido, en este caso, los ojos que se entrecierran para evitar la luz cegadora del sur.

Nada más conocerme quiso relatarme la historia de su vida. Sus ancestros de alta alcurnia, su padre ausente que la visitaba a escondidas de su madre, su madre que no la escolarizó para evitar que fuera secuestrada por el padre, su infancia triste rodeada de adultos aburridos, su ansia por aprender, a hurtadillas, preguntando a sus amigas lo que hacían en el colegio, haciendo por ellas los deberes y regalándoles sobresalientes desde el anonimato, la muerte de su madre tras quedar en la ruina y haber sido engañada por un potentado local con el que mantuvo una relación de pareja... Tan fuerte su deseo de llevar el cabello largo (su madre nunca se lo permitió de niña) que lo mantuvo intacto durante la quimioterapia. Su aire de estrella de cine de los cincuenta, eso sí, por qué negarlo, con un punto provinciano, era realzado por la elegancia que le proporcionaban su altura y su delgadez. Hacía unos años había descubierto su pasión: el teatro. Alguien la había “fichado” como cuentacuentos en un colegio, y tuvo tanto éxito que había acabado cobrando y siendo reclamada por centros de toda la provincia. Su iniciación despertó sus inquietudes dormidas que canalizó escribiendo obras de teatro infantil y dirigiendo grupos de aficionados adultos. Escandalizaba y avergonzaba con frecuencia a su esposo mediocre y acomplejado, que sin embargo la adoraba y no sé si a estas alturas habrá conseguido aprender a vivir sin ella (no fui capaz de llamarlo para hablar con él tras su pérdida).

Entre nosotros siempre hubo una atracción especial. La relación iba más allá de la de psicólogo y paciente, aunque yo intentaba que no alcanzara las dimensiones de amistad considerando el contexto en el que se había gestado y el destino que yo sabía le esperaba. El caso es que vivió tanto tiempo con su enfermedad que yo llegué a olvidarme de que ya había sido desahuciada por los médicos. Visitarla era uno de los momentos más agradables de mi trabajo. Podemos decir que para mí casi no era trabajo. Era imposible no reír con ella. Estaba viviendo ahora la niñez que no le dejaron vivir. Es como si la vida nos pidiera a todos que pasáramos por unas etapas imprescindibles y una pulsión interna nos llevara atrás hasta que las hubiéramos agotado por completo. En ese caso, yo debo estar atravesando ahora los últimos coletazos de una adolescencia demorada. Mi paciente tenía todavía mucha infancia por vivir y no se iba a morir así como así. La recuerdo feliz y entusiasmada enseñándome su disfraz de duende recién comprado para su próximo encargo como cuentacuentos. Durante el periodo en que yo la asistí como paciente ¿terminal? tuvo tiempo de protagonizar ella sola una obra de teatro. Emocionado asistí a su estreno. Sé que ella valoró enormemente saberme allí, recibir mi felicitación tras la función. Recibió también un homenaje público de aquellos que habían sabido ver el potencial que apenas tuvo tiempo de mostrar, y parecía que sus palabras de agradecimiento iban dirigidas a mí (se empeñó en que me sentara en la primera fila de aquel salón de actos).

Cuando ingresó en el hospital para no volver, teóricamente sólo había sufrido una caída bailando en una fiesta. Las complicaciones fueron sucediéndose y sin embargo yo siempre pensé que volvería a casa. No por anunciada su muerte era esperada por mí. Fue un caso único en mi experiencia. No acababa de creerlo cuando me lo comunicaron. Como he dicho, era de estas personas de las que uno cree firme e ingenuamente que van a vivir para siempre, que el mundo no será capaz de continuar funcionando sin ellas, tanta es la energía, el optimismo y la vitalidad que derrochan. Supo reírse de los vacíos que había tenido su vida, y de los “putrefactos” que tenía a su alrededor, supo ser madre de tantos niños a pesar de no haber podido engendrarlos, y aunque se rebeló tarde, creo que fue capaz de encontrarse a sí misma. Su risa, su alegría, están para siempre ahí, en mi recuerdo.

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CUÁNTO GANÉ, CUÁNTO PERDÍ (I)


INTRO

A pocos puede interesar un espacio donde se hable de la pérdida.
Un espacio donde confluyan reflexiones y emociones que tienen su origen a quinientos kilómetros del lugar donde ahora siento y resido, engendradas hace al menos ya 12 meses. En estos casi 400 días la vida ha puesto la distancia necesaria para empezar a contemplar estas vivencias como parte indispensable de mi vida, humus etéreo que me nutre más de lo que pueda yo imaginar, más cuánto más duelen, y no por transcurrido más tiempo espero que remita la mezcla de luz y amargura que han sembrado en mi seno para siempre.

Han sido casi 8 años intensos, por los que han pasado personas que, sabiendo yo que su fin estaba cerca, me han regalado todo su esfuerzo por aferrarse a la vida, sus lágrimas y sus sonrisas, sus miedos, sus confidencias y su humanidad.

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Tractatus (y III)


Hoy he vuelto a encontrar a mi vecina de asiento. Mismo vagón, supongo que misma hora... la casualidad no deja de sorprender. Justo había un asiento vacío a su lado. Repite una y otra vez Carmen Martín Gaite que “la sorpresa es una liebre que se encuentra uno en medio del campo”, o algo así...

Tras despedirme de mi vecina de vagón ayer me arrepentí de no haberle pedido su dirección de e-mail para enviarle el resto del poema que quedó sin leer. Hoy me he atrevido a sugerírselo, aunque ella ha rehusado, quizás abrumada por mi ofrecimiento, proveniente a fin de cuentas de un desconocido, aunque abiertamente agradecida. Aun así, me ha regalado algunas reflexiones acerca del texto que por supuesto aún recordaba. A pesar de mi permanente pudor, he conseguido contestar a sus comentarios y hacerle llegar algunos míos. Ambos nos habíamos sorprendido de la procedencia del poema, por parte de un escritor del que teníamos una impresión más bien centrada en la estética y en la imagen que proyecta. Sin embargo, algo parecía habernos llegado a ambos. El fondo y la forma de aquellas palabras había alcanzado vivencias que cada uno en su momento vital estaba experimentando. Ella comentó cómo había escuchado hablar acerca del último libro del autor en el que se remite a su infancia y la relación de hostilidad que los niños de su entorno mantuvieron con él. Interpretamos su imagen de “dandi” como el mecanismo que, llevando al extremo su diferencia, le había permitido sobrevivir en este contexto. Nos seguimos sonriendo y nos despedimos “hasta otro día”.

De repente sentí un fuerte deseo de volver a encontrarla y de prolongar aquella conversación. De nuevo me había apegado a ese momento, a esa persona, a esas sensaciones, a la intensidad del momento fugaz... Sentí deseos de retenerlo primero en la memoria, luego en la escritura.... Sentí deseos de compartir la experiencia. De abrir una puerta. De permitir que empezara a aflorar algo ahí dentro.

Luego continué madurando las palabras de Villena. Y sigo en ello. Intentando aprehender lo intangible. Intentando comprender lo que siglos de cultura no han conseguido explicar. Procurando acercarme al misterio desde una nueva perspectiva, más serena, más perspicaz, menos ingenua, más compleja. Aprendiendo a contemplar las oscilaciones del otro ser como parte de su movimiento natural. Aprendiendo a evitar la confrontación y quemar en la contienda, en mitad de un arrebato, el tesoro construido día a día. Aprendiendo a vivir en la continua apetencia, en la ausencia, en la sorpresa.

(Nota: El poema del que hablo es Tractatus de amore, de Luis Antonio de Villena)

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jueves, 12 de octubre de 2006

Tractatus II

“El amor es continua apetencia, y si no estás insatisfecho, no hay amor”.
“El poderoso amor (...) es siempre ausencia”.
De repente todo empezaba a cobrar sentido.
Yo también pensaba que “el verdadero amor nunca se parece a su imagen”, pero... ¿sería posible que finalmente llegara a coincidir con la representación que uno anhela? Pero si “el amor es siempre un paso más”, entonces ¿se alcanza? ¿O sólo unos instantes en mitad de un sueño fugaz?
La respuesta la encontraba unos versos más abajo...
“eres, al fin, el nombre de todos los deseos”.
Toda mi frustración cobraba sentido al saber que formaba parte del camino.
Recuperaba la certeza de que estaba en la buena dirección. Recuperaba la serenidad perdida.
El amor se vuelve sagrado tras la pérdida, se convierte en “dios de muertos”.
Pero yo me siento más vivo que nunca... ¿entonces?
¿Quizás seguir caminando entre las espinas y los pétalos, abrigando la herida y floreciendo en el beso inesperado?

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miércoles, 11 de octubre de 2006

Tractatus I

Así empezaba el título del poema que estaba leyendo ayer en el metro. Una reflexión acerca del amor escrita por un autor culto y esteta del que no esperaba que me sorprendiera de este modo a estas alturas. Palabras que venían como dardos a clavarse sobre los interrogantes que la vida me ha ido formulando durante los últimos meses, cuando viene a cumplirse mi primer año de convivencia en pareja. Opción tremendamente consciente que ha ido acompañada de cambio de ciudad de residencia y de trabajo, la vida de pareja me devolvía al mundo de lo incógnito y convertía a todo un doctor en psicología en un aprendiz de brujo desnudo e inexperto.

Leía el poema en el segundo vagón de la línea marrón en dirección a Parque de Santa María a eso de las 5 y media. Por fin había conseguido imprimirlo para leerlo durante el trayecto a casa, porque el texto exigía una concentración que mi entorno de trabajo no permitía. Cuando empezaba a introducirme en la segunda estrofa, noté una mirada sobre mi hombro, procedente de la persona sentada en el asiento situado a mi derecha. En el metro es habitual que los pasajeros se lean los periódicos unos a otros de forma anónima... Yo lo he hecho muchas veces, aunque suele resultar bastante incómodo que el vecino pase las páginas del diario demasiado rápido y no te permita terminar la noticia por la que te habías interesado. El propietario del diario la mayoría de veces suele ser consciente de que está compartiendo lectura, pero normalmente actúa como si él fuera el único lector, ignorando las miradas furtivas. Sin embargo ayer yo, que me sabía leído, experimentaba cierta incomodidad al saberme también desnudado en mis intereses más íntimos por mi compañera de asiento (además de por la naturaleza del poema, por las 3 líneas de introducción que mi chico había utilizado para invitarme a degustarlo y donde desvelaba el hallazgo casual en la red). El hecho fue que ambos quedamos conmovidos por las primeras líneas del texto, en las que se venía a afirmar que “el verdadero amor es un no ha llegado todavía”.

Fue alivio aunque no exento de pudor lo que sentí cuando ella se atrevió a pedirme la primera página al pasar yo a la segunda. Actué con naturalidad, sonriendo, y le presté la página, que afortunadamente para ella no había grapado. Desnudo, procuraba concentrarme en los versos de la segunda página tras marcar el autor la a veces confusa línea que delimita atracción física/pasión y “alto” amor, tras cuestionar la existencia de este “alto amor”, tras salvarlo después en la cotidianeidad compartida que hace resplandecer la presencia del amado... Esta fantasía que yo había ideado alguna vez se concretaba en mi compañera de trayecto, que debía haber quedado bastante conmovida como para atreverse a pedirme la página en mitad de la impersonalidad del metro. Valoré su atrevimiento a la vez que percibía el pudor en la temperatura de mi cuerpo y en las gotas de sudor que se condensaban en mi frente. Continuamos la lectura, y cuando ella dio por terminada la primera página me la devolvió y se unió a mí en la degustación de la segunda. Este instante de complicidad me devolvió mi capacidad de sorpresa ante la vida en mitad de mi experiencia madrileña. Al llegar a la estación de Goya, mi cómplice me dio las gracias, me regaló otra sonrisa y se marchó.

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