En el camino de casa al trabajo y del trabajo a casa da tiempo a experimentar las emociones del viaje (interior, claro está) y descubrir a la persona que habita dentro de uno cada día. Si tienes la suerte de hacerlo bien despierto, como yo, milagrosamente, una vez que salgo por la puerta y emprendo el camino, encuentras la oportunidad de observar la ciudad a tu alrededor, esa ciudad que te ha regalado el mejor año de tu vida, y en esa ciudad enmarcas la montaña rusa en la que vives. Como un extraño la mayoría de los días, vuelves a nacer desde sus brazos, desde su cara de sueño, desde ta taza de café que se vuelca sobre la mesa, sobre las buenas noches y las preguntas que quedaron sin contestar, y afrontas el camino de ida sabiendo que a la vuelta antes o después encontrarás una sonrisa o un tequiero.
Sales del metro y el alba te regala su luz blanca y rosácea impregnada en el agua de las fuentes.
Después te observas mínimo y gigante a la vez bajo las torres que marcan, como banderas, los lugares que constituyen el mapa de tu día a día, y ahora que las oficinas han sustituido alminares y campanarios, vuelves a echar de menos la espiritualidad de la que antes renegaste y a reencontrar el deseo de trascender.
Cuando ocupas tu lugar, ese que te ha permitido estar aquí y a vez te encorseta, ese que no te está dejando crecer, como la planta que tienes allí y que lleva algunos meses pidiendo un tiesto más grande, al menos tienes el consuelo de esa imagen en la pantalla que te trae los recuerdos más bellos, cuando descubríais juntos la ciudad imposible donde realidad y sueño se confunden.
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